Subirse a un tren en movimiento es comenzar a escribir del dictado del alma o lo que sea esto que ya no regresa nunca. Una escoria de la vida o la vida misma según otros. Peor: muchas veces son abortos que se esparcen en el mundo y algo pasa en mi estómago, me trago la angustia. Trato de pensar y escribir abriendo galerías no como termita glotona sino como el viento que visita los rincones olvidados con la seriedad con que Jesucristo hablaba a los leprosos. Lo diáfano de las tardes frias, solitarias, el paisaje tal como es cuando yo no estoy allí, los procesos ocultos, la digestión de esto que también late bajo todas las alfombras. El dolor no tarda cuando los que se han mirado a los ojos continúan haciéndolo. Abiertas o cerradas, las heridas, en su espectro, hacen heterogéneo el universo, no el cosmos griego tan saludable, sino el universo de los físicos y sus preguntas de enciclopedia. Como pirámides blancas en medio del desierto, como una estrella perdida en el bolsillo de un muerto bajo el mar. No se permiten más imágenes como esta última.
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