Si no temen ustedes que les piquen las ortigas, vengan conmigo por el estrecho sendero que conduce al pabellón, y veremos lo que sucede dentro de éste...

sábado, 18 de agosto de 2007

El hombre que planta árboles

En Agosto del año pasado, en una de sus primeras columnas que publicó El Mercurio, Cristián Warnken escribió:

El hombre que planta árboles

Un hombre planta árboles en un barrio asesinado. Mientras otros levantan edificios que, probablemente, terminarán por cercarlo, él planta árboles. Árboles chilenos de hoja perenne: mañíos, laureles, peumos fragantes, quillayes crecen lentamente en el patio de un hombre cuya ocupación central es levantar un bosque en el corazón de Vitacura, una comuna de jardines pulcros y ordenados.

Hace más de 30 años que un hombre planta árboles en su jardín. Una araucaria emerge sobre el nivel de los techos de la calle La Perousse e indica el lugar donde vive el hombre que se levanta a las cinco de la mañana todos los días, que no tiene radio, ni televisión, ni teléfono y que, con pasión desesperada y gozosa, suma árboles fragantes a una ciudad que casi ha olvidado respirar.

¿Está loco?... "Viejo loco", rayó un anónimo en la acera de la entrada de la única casa de toda la cuadra sin rejas ni porteros automáticos. No tiene jardinero, porque él es su propio guardabosques. No tiene guardia privado, porque él se deja cuidar por lo que los católicos que lo rodean dicen creer, aunque demuestren lo contrario: el Espíritu Santo. ¡Él cree en el Espíritu Santo y planta árboles! ¡Está loco, por Dios! Y no tiene auto, y es el único que camina en un barrio donde sólo las "nanas" caminan. Lo podrán encontrar en la primera misa de la mañana, solo, rezando en un rincón, como el Idiota de Dostoyevski; solo en la ciudad carcomida por la sospecha y la desconfianza.

El Gigante Egoísta tenía un jardín que no quería fuera visitado por nadie; se atrincheró en su Edén privado. El hombre que planta árboles está siempre en su casa de La Perousse; es el único vecino que uno encuentra en su casa a cualquier hora, el único que te abre sus puertas sin preguntarte tu nombre, para que entres a su bosque. Es el gnomo del último bosque, el último hombre. Te sientas ahí, al caer la tarde, y no puedes creer lo que ves, oyes y respiras. Un choroy agradecido canta, cerca de ti, sin miedo... Una planta que no conocías te dice su nombre. Y el Hombre que Planta Árboles te cuenta su historia, que nadie quiere oír. ¡Está loco, por Dios! Un abogado exitoso, José Luis Vergara Bezanilla, fiscal de una prestigiosa institución, que lo dejó todo el año 1972, para traer árboles de los bosques vírgenes del sur y plantarlos al fondo de su casa. Un hombre que se despierta antes que los demás hombres para plantar y cuidar árboles, y que se acuesta antes, para seguir soñando en un bosque que recibirá un día a los niños que hayan olvidado los nombres de los árboles y sus propios nombres.

¿No le teme a bandas de delincuentes que rondan Vitacura? "No -dice-. Le temo a estos delincuentes que nos roban el cielo, la vista, el agua"-dice mientras señala las amenazantes grúas que comienzan a apoderarse del barrio.

-"¿El agua?" -le pregunto-. "Sí, cada edificio que se levanta le cierra el paso a las aguas de las capas subterráneas que bajan desde las montañas a la ciudad. La ciudad se secará".

El hombre que planta árboles estuvo a punto de irse del barrio, expulsado por el alza de las contribuciones. Ha logrado mantenerse aquí, vendiendo sus cuadros. Mientras otros pintan manchas, abstracciones, esquizofrenias, él pinta árboles y hombres, en delicada y misteriosa unidad. Quizás eso sea lo único cierto, al final: que un hombre y un árbol están "solos sobre el corazón de la tierra, atravesados por un rayo de sol... y de pronto es de noche...".


Conocí a José Luis Vergara Bezanilla una tarde de verano del 2006, la víspera de un maravilloso viaje que hice con B. y R. por el sur de Chile. Leer [+]
Aquel día nos costó encontrar su casa y su bosque. No lográbamos dar con su calle. Luego de inútiles rodeos, nos devolvíamos y comenzábamos de nuevo; era como si hubiéramos estado acercándonos a La Zona. Cuando por fin divisamos las copas de los árboles de su jardín (su paraíso, como lo llama él) sobresaliendo del horizonte chato de casas georgian de Vitacura, el corazón nos comenzó a latir con fuerza.
Su casa no tiene timbre (tampoco tiene teléfono, ni TV, ni nada), y se entra descorriendo un gancho de una puerta de madera. Lo primero que se ve es un enorme pino flanqueando un estrecho sendero rodeado de diversas especies de árboles y plantas, avanzamos unos metros entre la espesura mientras B. llamaba a José Luis a gritos.
B. conoció al pintor de hombres y de árboles gracias a Cristián Warken, quien, por lo que sé, desde pequeño estuvo bajo su influjo. Por alguna razón, tal vez para obtener de él una palabra que nos acompañe en nuestra ruta, B. nos invitó ese día a conocerlo.
Cuando llegamos al corto corredor que conduce a la puerta, José Luis apareció con una sonrisa inteligente y nos invitó a sentamos en los banquillos y piedras que habían allí en una esquina. Nos preguntó nuestros nombres y comenzó a hablar de lo que seguramente estaba pensando antes de que llegáramos.
-¿Qué es el Reino de Dios?- nos preguntó a cada uno. No supimos responderle. Entonces abrió sus ojos, como si estuviera oyendo algo lejano, y dijo despacio, casi en un susurro -El Reino de Dios es el conocimiento de Jesús en tu corazón- me tocó con su dedo el corazón y sentí ese calor interior que me hizo volver muchas veces a su casa. Porque desde entonces soy su amigo.

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