Si no temen ustedes que les piquen las ortigas, vengan conmigo por el estrecho sendero que conduce al pabellón, y veremos lo que sucede dentro de éste...

domingo, 13 de enero de 2008

Natalia

Se llamaba Natalia y su voz era la del ángel frente al fuego. Nunca tuvo miedo. Nunca lloró su verguenza. En éste, el pais de la queja y la trampa, donde siempre es demasiado tarde y cada alma espera junto a su cofre una razón para mantenerlo cerrado, en este desierto de arenas malditas nadie pudo ver la intensidad del cielo el oro puro al fondo en su mirada. Ella sí. Pero nadie quiso saber nada de una pequeña Magdalena cuyo suave abogado estaba tan lejos: estaba perdida.
No estoy perdida -dijo un día Natalia a su madre-, tú no conoces el orden extraorinario de los hilos que se estiran, el destino avanzando hasta lo bello. Ahora me voy porque tú no me quieres. Le temes al cambio y estás muy apegada a mí, por eso sufres, mamá. Sé que un día todo esto será claro para tí. Pero ahora debo partir.
A los 14 años, Natalia se vio forzada a salir de su pais, sola y con la fuerza del infierno empozada en el alma. Llevó su fuego por Europa, quiso beber el cáliz de la fe en el Asia menor, luego vivió varios años en Egipto y allí, entre el polvo y la noche, por fin entendió que jamás regresaría. Creció como una víbora, como un soldado, un pez de la belleza, entre la seguridad de lo innombrado y la precariedad de la ciencia.
Pocas mujeres tienen el conocimiento profundo, pocos hombre han oído la respuesta en el viento, nadie ha olvidado tan rápidamente todo esto como Mujer-sin-lugar, como ahora se hace llamar Natalia.

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