Si no temen ustedes que les piquen las ortigas, vengan conmigo por el estrecho sendero que conduce al pabellón, y veremos lo que sucede dentro de éste...

martes, 14 de agosto de 2007

El automóvil como microcosmos moral

Esta mañana he visto a un hombre, un conductor solitario, detener su automóvil justo frente a un paradero abarrotado de gente y, luego de bajar el vidrio del copiloto, anunciar su recorrido con fuerte voz a todos los presentes: ¡Apoquindo, Providencia, hasta Pedro de Valdivia! Venciendo al estupor general, un estudiante se acercó con timidez, confirmó el
ofrecimiento y abordó entusiasmado el vehículo seguido por un guardia trasnochado y una anciana que cargaba pesados paquetes. Todos ellos llegaron a tiempo a sus destinos y un suave regocijo o una tibia brisa apaciguó a los espíritus impacientes de entre los que continuábamos varados.
Pero esta escena en verdad nunca ocurrió. La realidad es que no he visto a nadie en Santiago hacer tal uso generoso y consciente de su auto. En efecto, existe un abismo insalvable entre los que viajan en el transporte público y los que lo hacen en su automóvi particular. Como si no ocuparan las mismas calles, como si no hicieran los mismos recorridos, como si sus destinos fueran incompatibles, como si no viajaran solos, ninguno piensa en el otro.
¡El automóvil no es un microcosmos de leyes morales inescrutables, señores conductores! Ni los vidrios polarizados los protegen de las bienaventuranzas y maldiciones evangélicas. Esto último va para los que se dicen cristianos, en particular a los católicos que, irritados porque se distrajeron en Misa por culpa de un mural excéntrico (¡Ay, Acción familia!), parten raudos sin mirar siquiera al parroquiano que avanza a pie en la misma dirección.
He dicho.

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